Rememorando el lejano sabor de la derrota
Primera derrota de la temporada, en Champions, en casa, y contra el exótico rival que parecía ser la perita en dulce del grupo. En toda la frente. Derrota que a día de hoy a efectos de clasificación resulta irrelevante en el devenir del grupo pero que obligará a los chicos de Pep Guardiola a saldar tres duras batallas (dos de ellas en condiciones climatológicas extremas) de transcendencia máxima y consecuencias francamente molestas e imprevisibles. Derrota, decíamos, que es toda una lección al equipo de que ni el nombre, ni el favoritismo indiscutible, ni el fulgor aún resplandeciente de un triplete histórico y un fútbol maravilloso la pasada campaña hace que esté ya todo vendido a su favor en ésta. Derrota, decíamos, que encenderá luces de alarma, cuando no el histerismo más apocalíptico, entre la afición, quizás algo nostálgica de revivir esas sensaciones olvidadas de cabreo en los malos momentos y con necesidad de sacar el culé emprenyat que lleva dentro para desahogarse hurgando en una herida, eso sí, poco profunda, tampoco nos vayamos a pasar. Derrota, decíamos, que alerta a los incrédulos y reafirma a los convencidos que, sea por tal o cual, el nivel del equipo no mantiene ni la regularidad, ni la superioridad, ni la capacidad de impactar, avasallar, desconcertar y atolondrar al rival como en la temporada pasada, a pesar de los mejores resultados. Derrota, decíamos, dolorosa y enojosa, porqué resulta difícil explicar como se dejó escapar el partido, a pesar de los condicionantes que ante un tribunal podamos alegar: gol imposible tártaro al minuto de partido, dos balones al palo. Derrota, decíamos, inapelable, fruto de la impotencia y de la falta de serenidad y capacidad para hacer lo que se debía en las distintas fases de partido, de la ausencia del desempeño determinante de gente como Messi, Iniesta o Márquez - hoy desaparecidos, cuando no desafortunados - y de la falta de fuelle e inspiración en la organización colectiva, de la apatía generalizada y de la falta de fe en la remontada que transmitían los futbolistas sobre el césped y que contagió a los 56.000 espectadores del Camp Nou en un gélido silencio de decepción atroz y atronador, de la misteriosa pérdida de las señas de identidad que caracterizan al Barça de Guardiola, siempre reconocibles y exigibles, hoy no tanto en la faz del juego como en los intangibles emocionales que hacen invencible al equipo, esto es la intensidad, el inconformismo y la ambición. Derrota, decíamos, no para quemarlo todo, romper carnets, dar la temporada por perdida o revivir fantasmas recientes, pero si para analizar con calma lo sucedido, echar la vista atrás, sacar conclusiones, trabajar sobre los errores y buscar nuevas soluciones si cabe, en busca de la persistencia y de la exigencia en la profesionalidad que Guardiola pide a los suyos - y éstos deben darnos como ya nos demostraron antaño - en pos de respetar una identidad futbolística única y admirable y alcanzar, fruto de lo anterior, éxitos colectivos en forma de títulos. Derrota, en definitiva, sorpresiva por inesperada que rememora sabores ya olvidados - así nos acostumbró el Barça de Pep - y que debe activar reacciones y emociones que devuelvan al paladar del equipo y de la culerada los dulces, embriagantes y adictivos matices de las mieles del éxito.