La noche del chico de oro
De nuevo nos temimos lo peor rememorando instantes de inquietud y sufrimiento ya vividos y no merecidos: otro empate accidental, mala fortuna en el gol encajado, partido extraño en su desarrollo, ni bien definido ni controlado como los nuestros suelen hacer y que da como resultado el premio máximo de dejar al barcelonismo con cara de tonto y al rival de turno dando saltos de alegría. Algo de esto temimos cuando un injusto empate a uno se imponía en el marcador y el Barça, aún intentándolo con más corazón que fortuna, se estrellaba una y otra vez ante la defensa deportivista, espléndida en general durante la noche de hoy. Suerte, pero, que hoy era la noche de Messi, y el pibe quería regalarse un buen anticipo de gloria antes de la gloria de oro que le coronará dentro de unas horas como el mejor futbolista del mundo. Y hoy se intuía un determinante Messi desde el inicio del partido, por las ganas que mostraba, por como encaraba, por como intentaba romper, una y otra vez, la defensa local, por como asumió la responsabilidad y se echó el equipo a la espalda en los momentos difíciles. Fue determinante Messi con su primer gol, que ponía justicia a una buena primera mitad del Barça en lo colectivo, en la ejecución de los principios fundamentales del juego que exige Guardiola para su equipo pero al que le faltó mayor atrevimiento en el desequilibrio y, conseguido éste, mayor inspiración en la definición. Messi impuso la lógica y la paz y parecía que el partido quedaba bajo control barcelonista a la espera de la sentencia definitiva. Pero, de nuevo, un gol tonto encajado de la nada destrozó el orden natural de las cosas y los fantasmas de Navarra y Bilbao, en mayor o menor consistencia según el estado de ánimo de cada cual, se volvieron hacer presentes en el imaginario de los culés. Riazor, por tradición, seguía consolidándose como un estadio maldito y el gol encajado desconcertó al equipo, sumiéndole en un estado de presión y ansiedad que hacían estériles cualquier intento de remontar el partido en la segunda mitad. El Barça salió con actitud de ganar pero la imprecisión general dominó la voluntad de los futbolistas. Ni las ideas ni las piernas respondían. Hubo dominio y posesión pero sin crear ocasiones de gol. Y el Depor, no tan fiero como en la previa se pintaba, ni inquietaba, más que conformista con el punto de fortuna conseguido, lo que agravaba la situación de impotencia blaugrana. El accidente tomaba cuerpo a marchas aceleradas. Hasta que Guardiola movió ficha y sacó a Pedro, y al poco, de asistencia de éste, Messi volvió a ser determinante con un cabezazo perfecto que quitó complejos y miedos a los suyos y sumió en la evidencia de la derrota a los gallegos. Y con un Barça tranquilizado, llegó el gol de Zlatan - también con intervención decisiva de Messi -, como desquite al mal trago pasado, dando mayor lustre y correspondencia al marcador a los méritos contraídos por el Barça en Riazor. Admitiendo que quizás no estemos ante un Barça tan demoledor en la eficiencia y excelencia de sus recursos como la temporada pasada, sí lo estamos ante uno quizás más pragmático pero igual de efectivo que el de antaño y que merece cada victoria que computa. Y al que siempre valdrá la pena ver jugar por la expectativa de deleitarnos con detalles o momentos geniales que siempre regala: como en Xerez, de nuevo toca recrearse con la aparente sencillez - tanto en la jugada como en el remate: un compendio de talentos - del gol de Ibrahimovic. Aunque el regalo mayor sea contar y poder disfrutar de Messi, nuestro chico de oro de la casa, del cual siempre podemos esperar lo mejor y que en noches como hoy justifica su ansiado galardón y su merecida condición.